Perder el Sentido

Jorge Alonso Curiel: creo en el poder de la belleza, de la poesía, de la cultura y del arte para no solo disfrutar de una experiencia conmovedora, sino también para mejorar a las personas, para convertirlas en seres más comprensivos, delicados y civilizados; en mujeres y hombres más empáticos y humildes, a pesar de los ejemplos en la historia de lo contrario.

 

Por Jorge Alonso Curiel

HoyLunes – Nunca he sufrido, o disfrutado según como se entienda, el llamado Síndrome de Stendhal, también conocido como Síndrome de Florencia. Esta enfermedad psicosomática tan poética y curiosa es conocida de esta manera debido al célebre escritor francés –autor de entre otros libros de Rojo y Negro o de La Cartuja de Parma–, cuando en 1817 sufrió tan intensos temblores, vértigos y mareos al entrar en la basílica de Santa Cruz de Florencia que hasta llegó a perder el sentido: su ser no soportó tanta excelsa belleza y le provocó un colapso que le hizo desplomarse en el suelo. La verdad es que se trata de un asunto lírico y romántico: perder la consciencia por ser testigo de la hermosura nunca imaginada, ni esperada, y no poder soportarlo y ahogarse de pura maravilla, de la más refinada y mirífica beldad, y que, aunque sea increíble, parece que reside en este mundo, entre nosotros.

Basílica de Santa Cruz de Florencia

Para Stendhal fue una experiencia que le cambió la vida, y además lo describió detalladamente en el estupendo libro Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio. Muchas veces he deseado sentir en mis propias carnes este estado que conduce al desvanecimiento, este éxtasis espiritual que no es religioso, aunque muchos místicos han descrito cosas semejantes en su supuesta unión con Dios. Y eso que he visitado catedrales maravillosas, bellas iglesias, algunos monumentos que están entre las diez maravillas del mundo. También he disfrutado de atardeceres y amaneceres increíbles, de momentos e imágenes insuperables en lo más profundo de la naturaleza, o incluso he tenido la suerte de contemplar cuerpos perfectos, enteramente perfectos, de mujeres que parecían venir de un ensueño. O también, por añadir algún ejemplo más, he sido agraciado con la gran fortuna como lector y como espectador de cine y teatro de haberme bebido obras extremadamente sensibles y bellas, de una altura insuperable de poesía, emoción y conocimiento.

Momentos e imágenes insuperables en lo más profundo de la naturaleza

Pero como decía, lamentablemente, nunca he llegado a perder el sentido, raptada mi alma por los arcángeles que moran en los terrenos de la más alta estética, en total sintonía, quién sabe, con el secreto íntimo de la creación. De cualquier manera, sea como sea, con pérdida de consciencia o no, creo en el poder de la belleza, de la poesía, de la cultura y del arte para no solo disfrutar de una experiencia conmovedora, sino también para mejorar a las personas, para convertirlas en seres más comprensivos, delicados y civilizados; en mujeres y hombres más empáticos y humildes, a pesar de los ejemplos en la historia de lo contrario.

De este asunto recuerdo lo que le ocurría a un vecino del pueblo de mi abuela (siempre en mí el pueblo de mi infancia de los veranos, repleto de lecciones de vida). Hace unas cuantas décadas este hombre, que se le conocía en la comarca como «El iluminado» en tono burlón y de quien se mofaban los vecinos sin ningún recato, sufrió a su modo, sin que él lo supiera, este síndrome.

La primera vez que viajó a Valladolid desde el pueblo –a 25 km–, recién cumplidos los dieciocho años y el día antes de ingresar en el cuartel para iniciar el servicio militar –corría el año sesenta y dos–, mientras estaba paseando por los alrededores de la majestuosa Iglesia de San Pablo, pasó cerca de una muchacha morena que, sentada en un banco, tomaba el sol disfrutando de la agradable brisa de esa inaugurada primavera. La chica debía de ser tan hermosa, tan increíblemente preciosa y delicada –nunca había visto a una mujer así en el pueblo–, que se detuvo delante de ella, a unos pocos centímetros, y sin poder cerrar la boca ni pestañear, se desmayó como un gorrión sediento…

Jorge Alonso Curiel

Pero más aparatoso fue lo que le ocurrió tres años después, en su vuelta a la capital con unos amigos del pueblo. Esa noche les dio por ir a una casa de citas para pasar un buen rato al lado de una muchacha, y en su caso con el fin de estar con una mujer de una vez por todas, ya que no había tenido nunca una novia ni ninguna relación sentimental. Y allí se topó con una muchacha tan alta, elegante y tan rubia, de piel tan increíblemente nívea y que olía como el paraíso recién creado, que se quedó estupefacto, paralizado, el corazón le empezó a latir como un caballo en la huida que le hacía también retumbar sus sienes, aunque fue capaz segundos después de pasar a la habitación en su compañía. Pero pronto, cuando aquella diosa cerró la puerta y le hizo recostarse en la cama junto a ella, el chico se desmayó y la chica entró en pánico creyendo que aquel joven había viajado a la otra vida, y porque recientemente un hombre maduro había muerto en ese mismo lecho en pleno acto amoroso… Se armó un buen escándalo, la chica no dejaba de llorar inmersa en un ataque de ansiedad, y tuvieron que tranquilizarla entre todas sus compañeras y todos los clientes que habían salido de las habitaciones al oír los gritos. Al final, el chico volvió en sí y todo acabó en un buen susto…

Ya digo que me encantaría desvanecerme en alguna ocasión por estar ebrio de la más serena y equilibrada beldad, por ahogarme de uno de los asuntos más valiosos que uno puede sentir en esta vida y que le concede un auténtico sentido y le inunda de auténtica luz profunda.

Lo que tengo claro es que seguiré siendo un buscador de belleza, que es la más alta poesía, y un buscador también del Síndrome de Stendhal. Un amante de aquello que no posee ninguna cara oculta y que colma de milagro sin pagar ningún precio.

#hoylunes, #jorge_alonso_curiel,

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